Lo que sucedió la tarde del 22 de abril de 1997 era algo que todos los peruanos esperábamos. Tres explosiones simultáneas estremecieron la residencia del Embajador de Japón, anunciando el inicio del rescate de 72 rehenes de manos de 14 terroristas del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), comandados por Néstor Serpa Cartolini.
Aquella tarde estábamos en la redacción de ‘Vivir bien, la revista de la ciudad’, con el ‘Tigre’ Bermúdez, último jefe de redacción de la revista Oiga, preparando la siguiente edición. En el televisor se daba el reporte rutinario de lo que ocurría en los alrededores de la Residencia del Embajador de Japón, Morihisa Aoki, cuando se oyó un gran ruido en la pantalla.
Las imágenes que se veían eran confusas. Humo, gritos y cámaras en movimiento. Un grupo de comandos de las Fuerzas Armadas del Perú había detonado las cargas explosivas y entró a la residencia a sangre y fuego. Se escuchaban disparos y los gritos de los hombres de prensa encargados de cubrir el secuestro desde hacía cuatro meses.
Minutos después un grupo de comandos aseguraban el jardín de la casa, mientras por una escalera empezaban a bajar algunos rehenes. Otros tantos lo hacían por una ventana del primer piso, siempre en medio de los disparos. “¡Carajo! Están liberando a los rehenes”, dijo el ‘Tigre’, mientras nuestra pequeña sala de redacción se llenaba de gente. Éramos testigos de una de las operaciones militares de rescate más exitosas y espectaculares de la historia moderna: la Operación Chavín de Huántar (igual o más espectacular que el rescate de rehenes judíos del aeropuerto de Entebbe, en Uganda, por parte de comandos israelíes).
EL INFIERNO QUE VIVIERON LAS MUJERES SECUESTRADAS
Entonces, vino a mi memoria el recuerdo de la noche del 17 de diciembre del 96. Estaba en casa de una amiga de la universidad, donde nos reunimos un grupo de compañeros para preparar un trabajo grupal y escuché la noticia en la televisión: Un comando terrorista había entrado a la casa del Embajador de Japón, donde se realizaba una fiesta con 800 invitados, entre políticos, militares y empresarios, por el cumpleaños del emperador Akihito. Se suponía que entre los invitados estaría el expresidente Alberto Fujimori, pero no asistió.
Aquella noche de diciembre, regresé a casa cerca de las diez y media. Mis padres estaban descansando y les pregunté por una tía, hermana de mi viejo, que vivía con nosotros y me respondieron que había salido. No sé por qué pensé en lo que sucedía en la residencia del embajador Morihisa AoKi, tal vez porque mi tía era una importante ejecutiva de uno de los hoteles más prestigiosos y exclusivos de Lima por entonces y tenía innumerables contactos en el mundo político, empresarial y diplomático.
“¿Dónde está? ¿A dónde ha ido?”, insistí. Los viejos no lo tenían claro. “No grites. A una embajada, creo”, respondió mi madre. Apurado les conté lo que estaba pasando: Un grupo de terroristas había entrado a la casa del Embajador de Japón, donde se realizaba una fiesta y tenían secuestrados a los invitados.
Mis viejos estaban mudos con la noticia y mientras se recuperaban iba nuevamente hacia la puerta con la intención de tomar un taxi y llegar cuanto antes, y lo más cerca posible, a la residencia del Embajador, en San Isidro. Justo cuando salía llegaba mi tía en un patrullero. Entró a la casa, como si nada le hubiera pasado, y se sentó en una banqueta que había cerca de la puerta y se puso a llorar. Solo atiné a abrazarla.
“No sabes lo que pasó ahí. Estaba todo bien y de pronto salieron de la cocina disparando al aire y gritando ‘todos callados y al piso’, que así no matarían a nadie”, empezó su testimonio. Había vivido dos horas de terror, algo que nunca había imaginado. Entre lágrimas y sollozos contó cómo habían amenazado a las mujeres. “A cada momento repetían que nos iban a violar y se reían y había una chica que le pasaba la lengua por la cara a una señora y nos gritaban, poniendo sus caras contra las nuestras, hasta que nos separaron a las mujeres de los hombres”.
Luego de aquella noche, en casa no volvimos a tocar ese tema con mi tía, que se tomó una semana de descanso. Gracias a Dios, los terroristas no cumplieron sus amenazas. Pero muchas de las mujeres que estuvieron ahí, seguramente no pudieron controlarse y terminarían ensuciando su ropa interior, imaginando lo peor al ser separadas de los invitados varones (muchos de los cuáles, sin duda, debieron pasar por el mismo trance). Sin embargo, era solo para dejarlas en libertad. Los secuaces de Néstor Serpa Cartolini eran muy pocos para controlar a tantos rehenes. No se percataron que entre las señoras estaban la mamá y las hermanas del presidente Fujimori. Así, todas las mujeres quedaron libres aquella noche.
Cuatro meses después, los terroristas que habían sido entrenados por exguerrilleros del FMLN de El Salvador fueron derrotados por los comandos de nuestras Fuerzas armadas. En nuestra memoria quedaron imágenes emblemáticas como aquella de los comandos arrancando y tirando al piso el trapo que los delincuentes habían colocado en la azotea de la residencia del Embajador de Japón, o esa otra en la que el ex canciller Francisco Tudela se recostaba contra una pared, con el pantalón roto, herido en una pierna. Esa tarde de abril de 1997 el mensaje para el mundo era clarísimo: No se negocia con terroristas (solo se gana tiempo para actuar).