Jerson Guzmán, antropólogo de 36 años, permanece todos los días atento a la llamada de un agente de la policía. Espera conocer la dirección a la que debe ir para levantar el cuerpo de un paciente fallecido por COVID-19. Como responsable del equipo humanitario de recojo de cadáveres de la red de salud de Arequipa, cumple la misma rutina desde hace 11 meses, con una voluntad a prueba de virus.
Al inicio de la pandemia solo trasladaba al crematorio los restos de los fallecidos en los hospitales COVID-19. Entonces, en el mes de abril del año pasado, se ocupaba de dos o tres casos semanales, en su mayoría de adultos mayores; sin embargo, la historia cambió radicalmente cuando las calles se convirtieron en el escenario de su trabajo.
“En mayo y junio empezó la curva ascendente. El siguiente mes recogimos 190 cadáveres en plazas, parques y casas de la ciudad de Arequipa. Solo el 22 de julio recibimos 21 reportes de muertes de pacientes y nos tomó 48 horas recoger esa cantidad de cuerpos. Ese día el teléfono se saturó, las dos noches fueron interminables”, recuerda.
Durante los asfixiantes días de la primera ola, el equipo estaba formado por 4 médicos, 3 técnicos y 8 operarios. Era la época más cruda del coronavirus en el país.
Cuenta que antes de introducir los restos de una persona a una bolsa mortuoria, el cuerpo y la ropa es desinfectada para reducir el riesgo de contagio y brindar seguridad a los trabajadores de su brigada. “Echamos amonio cuaternario de quinta generación, pese a que la directiva sanitaria indicaba lejía, que es muy corrosiva y malogra todos los empaques”, explica.
449 CUERPOS HA RECOGIDO LA BRIGADA HUMANITARIA
Desde el inicio de su labor en la pandemia, la brigada humanitaria ha recogido 449 cadáveres de personas que perdieron la vida por la mortal enfermedad. La curva ha descendido en los últimos meses. Enero cerró con 14 casos y febrero con 16.
El episodio que más fuerte le golpeó fue cuando llegó a una vivienda y encontró a una joven de 27 años, vencida por el COVID-19 en su cama, con el rostro dibujado por la agonía del ahogo. “Lo más impactante fue ver al lado de su lecho un corralito donde jugaban un menor de 4 años y otro de apenas 4 meses. Un escenario que muestra cómo la enfermedad se ensaña con una madre viuda y deja a dos niños en el desamparo. Fue terrible ver ese cuadro”, recuerda.
Lo que más rabia le da, refiere, es la actitud tramposa con la que actúan algunos servicios funerarios, cuyos representantes llegan antes que las brigadas y pactan con los familiares para certificar que su pariente no murió por coronavirus. Cuenta que cuando un médico del equipo iba a entregar el certificado de defunción, encontraban que ya había sido emitido uno con una causa distinta. Los deudos piensan que sus muertos serán metidos en un camión y nunca más sabrán de ellos.
TAMBIÉN SE CONTAGIÓ
Jerson y su equipo no escaparon del contagio, pero sobrevivieron para contarlo. “Felizmente ninguno perdió la vida, ha sido terrible, yo pensé que me moría. Las pruebas rápidas salían negativas, pero seguíamos trabajando con la esperanza de que no fuera COVID-19 sino cansancio. Hasta que el diagnóstico lo confirmó. Recién en ese momento debías irte a descansar, padecer tus síntomas y esperar no morir”, recordó.
El arequipeño asegura que aún siente las secuelas de la enfermedad mientras desarrolla su tarea. Fue blanco de una fuerte neumonía y todavía tiene dolor en la espalda. Reconoce que el virus no solo afecta la respiración, sino también los nervios, sumergiendo al infectado en una terrible depresión. En su caso fue el miedo, no solo de perder la vida, sino de dejar huérfano a sus hijos.