Como ‘Edward’, ‘El joven manos de tijera’, el estilista Percy Azabache (26) convirtió esa herramienta filosa de metal en prolongaciones de sus dedos. Como en las películas de Tim Burton, las personas a quienes cambia de look transitan en mundos escabrosos, góticos y hasta surrealistas, pero no por eso dejan de ser tiernos, ingenuos y frágiles.
Entre esa Lima que despierta y ruge de noche, Percy Azabache -estilista de un exclusivo centro de belleza miraflorino- camina con su mochila a la espalda, en busca de personas que perdieron la fe, la razón y el rumbo. “A veces un corte de cabello puede devolverles el amor propio”, dice.
Sus incursiones callejeras en busca de indigentes melenudos le dieron una óptica distinta de la vida. Una visión más desprendida y menos banal. Con esa personalidad arrolladora, que nos hace pensar que acaba de tomar cien tazas de café, explica que no existe ningún motivo para quejarnos. Da el viejo ejemplo del hombre que sufre por no haberse comprado unas zapatillas de marca, mientras -en la otra orilla- un hombre lucha por salir adelante con la pierna amputada. “Nos quejamos por huevadas”, precisa.
Eso le enseñaron –y le siguen enseñando- sus incontables conversaciones con personas que deambulan por Lima, que duermen bajo un puente, que inhalan terokal, que conversan con un árbol. Que le confían su cabello y, tal vez, algo más: sus secretos.
Una mujer que, después de la muerte de sus dos hijos, se mandó a caminar y caminar sin detenerse. Un hombre que llegó de Argentina a pie. Un muchacho que perdió la razón de tanto estudiar. Un anciano que tiene fobia a conversar. Les escucha y entonces recuerda las palabras de su madre: “Hay gente que tiene menos que nada y no se están quejando”.
Su iniciativa de cortarle el cabello a personas desprotegidas –que también se replica en Estados Unidos, Inglaterra y Tailandia- se convirtió en viral hace pocas semanas. Ahora ha creado ‘Espejo social’, un colectivo que tiene como objetivo concientizar. ¿Y por qué lo hace? No es hobby, no es conciencia social, no es aspiración celestial. “Es una manera de retribuir lo que la vida me ha dado. La vida me ha dado mucho. Tengo salud, tengo padres que me quieren, tengo una hija hermosa y eso ya es bastante”, explica.
A la luz de un farol en jirón Ucayali, mientras Percy Azabache se quita la mochila -donde lleva unas tijeras, un espejo, un clipper, una capa, una escobilla, maquillaje y un peine-, agradece su suerte. Gracias a su experiencia callejera ahora valora cada detalle que nosotros podríamos considerar ridículos. Unas sábanas limpias, un vaso de agua, un beso en la frente.
Esta noche tibia de viernes, lo vemos conversar y reír con sus amigos sin techo. Ahora mismo, mientras recuerda una frase que le marcó la vida y por el que lucha día a día -“ tú puedes ser muy pobre, esa no es tu culpa; pero si mueres pobre, esa sí es tu culpa”-, le corta el cabello a un muchacho que no recuerda su edad, que no recuerda su nombre, que no recuerda de dónde viene ni hacia adónde va. A medida que su cabello va cayendo y tomando forma, el muchacho se observa en el espejo con la sorpresa de un niño que descubre algo nuevo. ¿Qué es la belleza? “Él es un chico bello, tiene una sonrisa contagiosa y unos ojos vivaces”.
“Mira, por fuera puedes ver cosas muy lindas, pero por dentro son unas mierdas. Y esa gente que por fuera se ve muy mal, por dentro son grandes personas, son muy agradecidas, me lo han demostrado con un abrazo sincero”, dice mientras da los tijerazos.
Como en las películas de Tim Burton, lo oscuro no es necesariamente correlativo a tenebroso y decadente. Podríamos decir que es, más bien, el refugio de gente inofensiva y sincera a quienes deberíamos entender y atender. Y Percy Azabache lo sabe.
(Johnny Valle)
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