Para entender y solucionar el crimen organizado, primero hay que conocerlo. Así lo considera el escritor y publicista Charlie Becerra, autor del libro ‘Gringasho’ (Editorial Melquíades). Por eso, durante varios años se dedicó a investigar la vida delictiva de quien fuera considerado el criminal más joven de este país, Alexander Pérez Gutiérrez, alias ‘Gringasho’.
En esta nota te presentamos en exclusiva el primer y segundo capítulo del libro, el que saldrá a la venta en pocas semanas:
Nota del autor
La mayoría de los criminales que aparecen en este libro siguen con vida. Puede que incluso, dentro de pocos años, algunos de ellos salgan de prisión. Con el fin de preservar la integridad de las personas cuyos testimonios componen esta historia, algunos nombres, fechas y lugares fueron modificados.
El encuentro
Era domingo. Faltaban pocos minutos para las cinco de la tarde cuando entró la llamada.
—¿Con el señor Becerra?
—Sí, él habla.
La mujer se identificó, dijo que llamaba de parte de alguien más. Preguntó:
—¿Puede venir aquí a la comisaría de San Andrés?
—¿Qué pasó?
—Venga a verlo. Tiene veinte minutos con él.
Estaba a punto de preguntar con quién cuando caí en cuenta de que solo podría tratarse de una persona.
Alexander Manuel Pérez Gutiérrez, «Gringasho».
No se había hablado de otra cosa durante el día, las redes estaban frenéticas. Después de que los medios especularan constantemente durante más de un año sobre su paradero («está en Ica, haciendo de guardaespaldas de una prostituta», «está en Chile, ha ido a ajustar cuentas con la nueva pareja de la Gringasha»), el sicario más famoso de la década había sido recapturado la noche anterior en el distrito de El Porvenir, Trujillo.
Y ahora yo, que desde fines del 2017 también había intentado seguirle el paso, buscando convencer —sin mucho éxito— a las personas que me hubieran podido ayudar a llegar hasta él, tenía la oportunidad de verlo cara a cara. Como alguien que ya lleva un buen rato investigando y escribiendo sobre el crimen en el norte peruano, era el tipo de llamada en la que pensaba cada noche antes de irme a dormir.
—Voy para allá —respondí.
Después de abandonar el penal de Ancón II una vez cumplida su sentencia y ya con veintidós años, nadie estaba seguro de cuáles podían ser sus planes a futuro. Más de uno, sin embargo, coincidía en algo: parecía estar más avezado que nunca.
—Además, tendrías que hablar primero con el Soli y eso ya está más difícil —me comentó uno de mis contactos, en referencia a Roberto Carlos Gutiérrez Guzmán, recluido en el penal de Challapalca (Tacna), tío de Gringasho y líder de Los Malditos de Río Seco, banda que acogió al sicario en sus inicios—. Él tendría que dar luz verde.
La idea de entablar cualquier tipo de correspondencia con el Soli, además de ofrecerle generosas encomiendas con el fin de ganarme su favor («le gusta mucho la trucha frita»), no me atrajo en absoluto. No solo eso, no había garantía en absoluto.
—El Soli es «cucaracha» —fue el término que usó uno de mis colegas investigadores del crimen para describirlo.
—¿Cucaracha?
—No cumple lo que promete, la palabra no le vale nada. No tiene códigos, ha matado gente de su propia banda sin asco. Incluso a su hombre de confianza. Imagínate lo que sería capaz de hacer con un periodista como nosotros.
Pronto otros proyectos ocuparon su lugar en mi mesa de trabajo y decidí posponer el tema de Gringasho. Hasta aquella tarde de domingo de septiembre de 2018.
De camino a la comisaría, una sensación habitual: la disyuntiva entre bajarme del taxi y volver a mi apacible y recién estrenado oficio de novelista de ficción o continuar, enfrentarme con la realidad y ver cara a cara al sujeto responsable de, según las conjeturas más modestas, una decena de homicidios. No solo eso. Estaba a punto de romper una de mis reglas fundamentales: nunca entrevistar a ningún criminal menor de treinta y cinco. Los más jóvenes son los más impredecibles, su palabra no suele ser confiable. «Son los que luego te van a estar llamando para joder», me advirtió alguna vez un veterano. La curiosidad, por supuesto, acabó imponiéndose. Esto estaba destinado a suceder: el día de mi primera entrevista de mi carrera como escritor, cuando acababa de publicar mi primer libro sobre crimen organizado, fue el mismo día en que Gringasho salió en libertad, en noviembre de 2017.
Recuerdo al entrevistador interrumpiendo uno de sus comentarios sobre el libro para anunciar en vivo que, en ese preciso instante, se acababa de confirmar la salida del sicario del penal de Ancón II.
—¿Me imagino que vas a entrevistarlo en algún momento? —me preguntó.
Respondí que sí, muy confiado, que me encantaría. Me hubiera encantado guardar algo de esa confianza para el día en que finalmente me tocó conocerlo.
La entrada del complejo policial estaba acordonada con policías y sus escudos. Parecían preparados para responder a un motín. Al día siguiente un diario afirmaría que aquella había sido una medida de prevención ante un eventual intento de los compinches de Gringasho por liberarlo.
No me lo creí ni por un segundo.
Devolví la llamada a la persona que se había puesto en contacto conmigo. Ingresé a la comisaría y fui conducido hasta una habitación normalmente utilizada para revisar a los detenidos una última vez antes de meterlos al calabozo. Mientras caminaba hacia allá, pasé por delante del despacho donde la fiscal y el abogado de Gringasho discutían algunos temas. Junto a ellos, sentado en un sofá, estaba él.
La imagen me paró en seco: lloraba. Miraba y hablaba con la pantalla del teléfono que tenía frente a él. Le habían permitido hacer una última videollamada. Estaba claro que era una despedida.
—Era mi pareja. Ella me dijo que mejor no viniera —me contaría después.
Superada aquella primera impresión, continué mi camino hasta la habitación donde habría de esperarlo. Pero no lo haría solo. Un agente se encontraba sentado allí.
Luego de estrechar las manos, ocupé una silla frente a él. Me preguntó a qué venía. Se lo conté.
—Nosotros lo capturamos —soltó sin más.
Le pedí que me lo contara. Ni siquiera se molestó en preguntarme si tomaría notas.
Habían recibido una llamada avisando que en una bodega del sector de Kumamoto, en El Porvenir, un grupo de seis hombres estaba bebiendo y pasándose un revólver de mano en mano. Los habitantes del lugar suelen llamar, si no a la comisaría, directamente a aquellos policías en los cuales confían. Conscientes de los altos índices de colusión que hay con los delincuentes, no se arriesgan a denunciar este tipo de cosas ante cualquiera. Aquella vez temían que se desatase una balacera.
—Fuimos hacia allá sin saber a quién nos íbamos a encontrar. Yo no supe de quién se trataba sino hasta después que lo enmarrocamos. La intervención la planeamos sobre la marcha, como se dice.
Durante los días siguientes volvería sobre las palabras del agente, contrastándolas una y otra vez con la versión oficial que el mismo director de la Tercera Macro Región Policial La Libertad-Áncash, el general PNP César Vallejos Mori, daría en conferencia de prensa. Entonces el general aseguraría haber tenido el ojo sobre el criminal desde hacía buen tiempo:
—Desde que salió teníamos entendido que estaba implicado en varios hechos delictivos, lamentablemente no podíamos implicarlo ni relacionarlo con los casos. Tenemos información que estaba involucrado en hechos de extorsión y usurpación de terrenos y que estaría liderando la organización Los Malditos de Río Seco —señalaría categóricamente1.
Aquel discurso no sería lo único que desataría mis dudas sobre lo que realmente ocurrió la noche de la captura.
—Cuando llegamos al lugar y después de evaluar la situación, comenzamos la intervención. Todos los que estaban reunidos tomando salieron picados. Un par de nosotros fuimos por el que estaba de buzo, todo de negro. Ése resultó ser Gringasho.
—¿Estaba armado?
—Solo llevaba un cartucho de municiones. Si llevaba revólver pudo haberlo arrojado en la carrera. La metralleta le encontramos después.
De hecho, la carabina era una Benelli MR1, un arma de guerra, de largo alcance. Hasta entonces, no había visto a ninguna banda o sicario utilizar una de esas. Para maniobrarla se necesitan ambas manos, cuenta con correaje, nada práctica.
—¿Hubo disparos?
—Sí, tuvimos que hacer algunos al aire.
—¿Les dispararon devuelta?
—No. Al menos no que nos hayamos dado cuenta.
Luego el agente se largó a contar sobre los innumerables casos parecidos —y mucho peores— que hay además del de Gringasho. Su discurso sobre la falta de valores y el efecto negativo que tiene la ausencia del padre en el hogar le tomó al menos diez minutos más. Al final, él mismo fue a ver si el detenido ya estaba listo para hablar conmigo.
Llegó escoltado hasta la puerta de la habitación. Me levanté a saludarlo. No era como lo recordaba. O como creía recordarlo: el muchacho a quien los chalecos de DETENIDO le bailaban sobre los huesos y al que los policías podían mangonear sin mayor esfuerzo, había dejado su lugar a un hombre que superaba el metro setenta. Después de estrechar manos, nos quedamos solos en la habitación. Le conté quién era y que me interesaba hacerle algunas preguntas.
—¿Dónde estabas antes de venir a Trujillo? —le pregunté después de hablar de la llamada que acaba de hacer.
—En Lima.
—¿Qué hacías allá?
—Trabajando.
—¿En qué?
—Vendiendo calzado, con unos familiares.
—¿Y cómo te va con eso?
—Es difícil.
—¿Por qué?
—La gente te reconoce y se asustan, ya no quieren nada.
Estábamos sentados a un metro de distancia. Hablaba bajo, como si temiera que alguien además de mí pudiera escucharlo. No dejaba en paz las mangas de su chaqueta.
—¿Para qué volviste?
—Era el cumpleaños de un tío, vine a verlo.
—¿Qué estabas haciendo?
—Estábamos ahí, tranquilo.
—¿Tomando?
—Yo no.
Eso mismo me había asegurado el agente con el que había hablado antes. «Era el único que estaba limpio. Seguro quería estar alerta».
—¿Y qué pasó?
—De la nada aparecieron los policías.
—Ahí fue que corriste.
—Sí.
—¿Por qué corriste si no estabas haciendo nada?
La mirada que había estado paseando de un rincón a otro de la habitación, reconociendo las nefastas dimensiones del encierro, aterrizó de pronto sobre mí. Entonces sí pude reconocerlo. Ahí estaba otra vez el que en su momento fue el adolescente más fotografiado del país: el gesto desquiciado, los ojos lunáticos y certeros. También caí en cuenta que en el pasillo fuera de la habitación no quedaba un solo policía.
—Me están usando —respondió a través de sus dientes apretados, al borde otra vez de las lágrimas—, me están usando. Yo no hice nada. Ya he cambiado, pero ellos igual me quieren usar. Ellos y todos, los periodistas. Solo hacen plata conmigo.
—¿Cuál es tu historia entonces?
—¿De qué me va a servir contarte? ¿De qué sirve hablar contigo?
La pregunta se extendería más allá de nuestra entrevista, acechando el trabajo posterior de desentrañar la vida de uno de los asesinos más salvajes de los que alguna vez hemos tenido noticia. ¿De qué sirve contar esta historia? Estando ambos en aquella habitación aún era pronto para intentar una respuesta.
Después de aquello fue imposible encajarle alguna otra pregunta. Se limitó a negar con la cabeza y repetir que los policías y la prensa lo estaban usando. Eventualmente conocería más de aquella capacidad suya de encerrarse en sí mismo de la que ha echado mano en repetidas ocasiones durante su difícil relación con la justicia y que entonces utilizó conmigo.
—¿Qué se siente matar? —fue mi última pregunta. Sentí que se la arrojaba a la cara.
Silencio. Gestos erráticos. Fue lo más parecido a una respuesta.
A los pocos minutos un policía asomó a la habitación. No había más tiempo. Gringasho siguió su camino hacia el calabozo y yo salí de la comisaría. Antes, sin embargo, le dije que me interesaba saber más de él. Lo pensó un momento: «habla con mi abogado», fue lo último que dijo.
La entrevista no fue como las demás. Antes me he sentado con extorsionadores y afines que, una vez superada la primera etapa de desconfianza, cuando por fin logran ignorar el hecho de tener a un sujeto pasando al papel cada una de sus confesiones, se largan a contar su obra y milagros sin el menor reparo. De ellos y de cuantos conocen en el ambiente delincuencial. No así Alexander. Es hermético. Desafiante, incluso. Quizás la experiencia le ha enseñado que hablar de más no le hace ningún favor. No es un criminal cualquiera, desata titulares con la más leve aparición —o sin ella—, no es capaz de controlar consecuencia alguna.
Estaba consternado. ¿Qué sabemos de Alexander Pérez Gutiérrez más allá de los crímenes que ha cometido o de los que se le endilgan? ¿Cuáles son los factores y personajes que han confluido en su historia para hacer de él el sicario más afamado de los últimos tiempos?
En resumen: ¿Qué clase de persona amerita una biografía aún antes de los veinticinco años?
Para Paco Ignacio Taibo II, el reconocido escritor mexicano de novela policiaca, esto de por sí sería el primer gran error: nunca escribas literatura sobre cosas que no han terminado de suceder, nunca biografíes a un personaje vivo, le he oído decir en alguna entrevista. Puede que tenga razón. Sin embargo, como el lector podrá intuir a lo largo del libro, y probablemente confirme en los últimos capítulos —como me ha pasado a mí—, la única muerte que falta agregar en la historia de Alexander Pérez Gutiérrez quizá sea la suya.
El maestro
La historia inicia con César Velásquez Montoya, alias Chino Malaco. Fue él uno de los primeros en empezar con el negocio de los cupos y los rescates: protegía empresas de transporte y robaba autos particulares. Si el dueño de estos últimos pagaba, el auto aparecía. Si no, se desvanecía en partes que iban a parar a otros autos. Pronto necesitó de más gente que lo ayudara en el negocio. Para dejar sobres debajo de las puertas, para meter miedo.
Empezó a mirar a otro tipo de negocios: usurpación de terrenos. Y otro tipo de empresas: constructoras, restaurantes, etc. El punto álgido de la organización liderada por Malaco y su pareja, Érica Rodríguez Arce, llegaría pocos años después con la extorsión nada menos que a la mismísima Coca-Cola Company. La planta, asentada en el distrito de Moche y que habría de ser la más grande de Sudamérica una vez fuera inaugurada, tuvo que pagar, primero, un porcentaje del presupuesto destinado para su construcción, ascendente a más de un millón y medio de soles. Luego, se vería forzada a contratar personal de seguridad compuesto por hombres de la organización. Después de eso, Malaco no tendría que volver a tocar puerta alguna. Los empresarios empezarían a llegar hasta él para pedirle su protección, cual si fuera El Padrino. Sus filas pronto se verían acrecentadas con policías corruptos e incluso un asistente en el Congreso de la República y militante aprista, Fernando Gil Palacios, el mismo que, según la acusación fiscal, brindaba información sobre terrenos que luego eran usurpados por la gente de Malaco1.
Para seguir consolidando su poder, Malaco empezó a nombrar lugartenientes en otros distritos.
En El Milagro, por ejemplo, Malaco dejó a cargo a su primo, Jorge Reyes Velásquez, alias Oso Yogui, quien sería asesinado en julio de 2013 muy cerca del centro de Trujillo. En La Esperanza consiguió un arreglo con Paco, Segundo Correa Gamarra, y en El Porvenir, además de contar con el apoyo de los primos de su esposa, los hermanos Cruz Arce, Los Pulpos, también se agenció los servicios de un por entonces no tan conocido Roberto Carlos Gutiérrez Guzmán. Gutiérrez Guzmán no era precisamente un neófito. Él mismo había trabajado bajo las órdenes de los hermanos Cruz Arce. Le decía el Soli.
El alias casi se lo puso él mismo. No dejaba pasar por la calle a ninguno de sus conocidos sin gritarle: «habla, mi soli», sinónimo de amigo. Entonces, Roberto Carlos Gutiérrez Guzmán se ganaba la vida conduciendo un taxi modelo Tico, asignado por el Chino Malaco, con el cual transportaba armas y sicarios. Como muchos otros, Gutiérrez Guzmán era un criminal en ciernes. La diferencia con sus pares se revelaría muy pronto: estaba dispuesto a hacer lo que fuera para escalar hasta la cima.
Lo robos esporádicos que lleva a cabo se hicieron cada vez más frecuentes: faros, llantas, repuestos. Saltó de las autopartes a vehículos completos. Quería aprovechar la fuerza y energía de sus veintes para seguir creciendo. Pagaría caro su primer gran error.
El Soli se llevó un auto de una empresa «chalequeada» por Jhony Reyes Velásquez, alias Loco Jhony, exintegrante de Los Ochenta y por aquella época líder de su propia banda; el mismo que habría de ser asesinado en 2008 por, aparentemente, uno de los escuadrones de la muerte de Trujillo. A las pocas horas, el vehículo había sido desmantelado. La carrocería, desollada, fue encontrada en el balneario de Las Delicias, diez kilómetros al sur de la ciudad de Trujillo. El responsable fue ubicado no mucho después.
Sería el Oso Yogui, hermano del Loco Jhony, quien traería a Gutiérrez Guzmán con la soga al cuello, literalmente. Maniatado, lo arrastró hacia el patio en la parte posterior de la casa de su hermano, como un animal que va al matadero. Los golpes se sucedieron por más de dos horas, que fue el tiempo que demoró el Soli en convencer a Reyes Velásquez de que aquello no volvería a pasar y que, si lo dejaba, podía traer todas las partes robadas de vuelta. Tambaleante, empapado en sangre, Gutiérrez Guzmán fue a cumplir con su palabra. No es que al Loco Jhony le interesara mucho recuperar lo robado más que castigar la falta de respeto a su autoridad y el dejar con vida a un hazmerreir como ése. Sin embargo, prefirió evitar mayores conflictos con su primo, Chino Malaco, y no matar a uno de sus hombres.
El castigo no derrumbó los planes del Soli: aún quería ser poderoso. Quizás precisamente por eso, para dejar atrás la apocada y rastrera imagen que se tenía de él. Nadie habría adivinado en lo que terminaría convertido. Su momento llegaría, se preparaba para ello.
Como a toda gran organización criminal, a Los Pulpos también le llegó el ocaso. Su crecimiento desembocó en una atomización del grupo en facciones que buscaban su independencia: Los Pulpos de la Cruz Blanca, Los Pulpos de la Cruz Verde, etc. La cúpula perdió fuerza. Al mismo tiempo, aparecieron nuevas bandas. El Porvenir se reveló como el amplio distrito que era. Había plazas para todos. También para lo que al inicio se conoció como La Banda del Soli y que la policía terminaría rebautizando como Los Malditos de Río Seco.
El Soli empezó a ofrecer protección a los negocios del sector. Luego, tal como aprendiera de su antiguo jefe, el Chino Malaco, abarcó empresas de transporte. En un momento dado, una gran cantidad de unidades de transporte de El Porvenir llegó a pagar cupo doble. Un sol para Los Pulpos, otro para el Soli y su gente. Sus argumentos resultaron convincentes: sin tregua, sin avisos previos, sin códigos, Gutiérrez Guzmán no encontraba el menor reparo en mandar a matar a sus adversarios. Su dominio se fortalecía en el papel de sus sicarios. Uno en especial, más antiguo que el personaje cuya vida aborda este libro y que vendría a ser una especie de prototipo de gatillero juvenil, fue Manuel Jesús Corcuera Quispe, alias Niño Jesús, su primer «protegido».
No faltan voces ansiosas en rectificar la historia: «Gringasho no le llega ni a los talones al Niño Jesús». Al segundo, seis años mayor, le atribuyen más del doble de los asesinatos que al primero. Solo cuatro han sido confirmados. Aun así, su valor a ojos del Soli es innegable. Existen videos del velorio de Freddy Rodríguez Arce, otro de los hombres fuertes de Los Plataneros, cuñado del Chino Malaco, aniquilado, al igual que Loco Jhony, por otro supuesto escuadrón de la muerte en 2008, en los que se aprecia al líder de Los Malditos de Río Seco abrazado del Niño Jesús, en una actitud disonante con el motivo que los convoca en dicha reunión: el Soli aparece con el brazo izquierdo levantado y una radiante sonrisa en el rostro, mientras que su sicario le dice algo al oído.
Más allá de lo retorcido y despiadado que resulta un personaje como el suyo —quienes lo conocieron le atribuyen ser responsable de no menos de cien muertos—, lo segundo más resaltante de Gutiérrez Guzmán es su vanidad desmesurada. Los archivos audiovisuales, extraídos, presumiblemente, del propio celular del Soli, no solo dan cuenta de partes importantes de la relación con su sobrino —tema sobre el que se tratará más adelante— sino que también es posible atisbar dentro de la mente del criminal y calarlo mejor.
Cabe mencionar las decenas de fotografías de sí mismo, en la que posa con prendas que bien podrían ser importadas: camisetas de distintos equipos de la NBA, chaquetas Nike y guantes de box relucientes. Su alarde llega más allá de su guardarropa. Mujeres. Todas ellas fotografiadas en la misma habitación en distintas ocasiones. Todas ellas posando para el Soli en actitud sugerente y ropa interior. Aún desde prisión —entonces en el penal de máxima seguridad de Piedras Gordas— no dejó de presumir los varios pares de zapatillas que componían su colección y los aparatos tecnológicos que le hacían la vida más cómoda. En su momento, un escándalo al comprobar el acceso que Gutiérrez Guzmán tenía a sus redes sociales2.
El mensaje fue el mismo siempre: tengo el poder para hacer lo que quiero. No carecía de fundamento. En su momento, con el lento aunque continuo declive de Los Pulpos, Los Malditos de Río Seco se alzó como el grupo criminal más temido de El Porvenir. Trujillo era lo próximo en su lista. Pronto, la diplomacia para con el Chino Malaco se rompió. El Soli, a la inversa de Malaco, extendió su rango de acción desde la periferia hacia el centro de la ciudad. Empezó a quitarle «chalequeos» a Los Plataneros. Malaco no salía de su asombro: el chofer a quien mangoneara a su antojo, quien se había librado de las garras del Loco Jhony más que con algunos rasguños gracias a él, ahora lo amenazaba con la muerte si es que no daba un prudente paso al costado. Sabía que no podría llegar a ningún arreglo con él. Necesitaba la intervención de alguien tan sanguinario como su nuevo adversario. Solo podía pensar en un nombre: quien fuera su lugarteniente en el distrito de La Esperanza y que desde hacía un par de años también lideraba su propia banda. Segundo Correa Gamarra, Paco.
La gran diferencia con el Soli era que Paco, capturado en enero de 2010 y que habría de ser asesinado ocho años después en el penal de Challapalca, sí estaba dispuesto a mancharse las manos. A pesar de que su corpachón le restaba agilidad, no rehuía el riesgo de verse inmerso en una balacera. Había muertos que uno mismo tenía que anotarse, pensaba. Eso le granjeaba un respeto con el que el Soli no podía siquiera atreverse a soñar. Es más, tampoco era fácil para Gutiérrez Guzmán conseguir abogado. Sin importar la cantidad de dinero que les ofreciera, los expertos en derecho penal pasaban de representarlo. Todos sabían que la única solución en la que podía pensar el acusado ante un testigo incómodo era mandar a liquidarlo, por ejemplo. Tratar de razonar era como rogarle a una bomba en cuenta regresiva que, por favor, no estallara. Paco, también muy cruel y violento, al menos, sabía escuchar.
Además, la banda de Correa Gamarra tenía una mayor logística en el campo: más hombres, más armas. Para Paco no entrañaba dificultad alguna controlarlo todo desde el penal Castro Castro, en Lima, en donde por aquella época estaba recluido. Tampoco le reportó ningún esfuerzo levantar el teléfono y comunicarle al cabecilla de Los Malditos de Río Seco, con el que hasta entonces no había tenido enfrentamiento alguno, que el Chino Malaco no estaba solo.
El asunto quedó zanjado. Momentáneamente. Una vez más, el Soli aprendió la lección. Necesitaba reforzar el frente, sangre nueva. Por suerte, ya había estado trabajando en su siguiente as bajo la manga: su sobrino.
Ninguno de los asesinatos narrados a continuación fue perpetrado con más de quince años de antigüedad.