
Dos meses resistiendo, aferrado a la vida, pero hoy, a la 1:56 de la madrugada, el corazón de Miguel Uribe Turbay dejó de latir. El senador y precandidato presidencial, de 39 años, murió en la Fundación Santa Fe de Bogotá, donde llevaba internado desde el 7 de junio, día en que un sicario lo acribilló en pleno mitin político.
El ataque ocurrió en el barrio Modelia, al occidente de la capital, mientras Uribe presentaba sus propuestas. Un menor de 14 años, según la Fiscalía, se acercó y disparó varias veces, dos de esos proyectiles impactaron en su cabeza.

Desde entonces, el político permaneció en cuidados intensivos, sometido a múltiples cirugías por un sangrado intracerebral.
Hoy, la noticia cayó como un balde de agua fría en Colombia. El Centro Democrático, su partido, lo llamó “un vacío imposible de llenar”. El expresidente Álvaro Uribe Vélez lamentó que “mataron la esperanza” y el exmandatario Iván Duque lo recordó como “un líder íntegro y transparente”. Hasta el secretario de Estado de EE. UU., Marco Rubio, expresó su pesar.
“El amor de mi vida descansa en paz”, escribió su esposa, María Claudia Tarazona, en Instagram. Prometió cuidar de sus hijos y honrar su memoria.
UN APELLIDO MARCADO POR LA TRAGEDIA
Uribe Turbay no era un desconocido en la política. Nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala e hijo de la periodista Diana Turbay —asesinada en 1991 durante un fallido rescate de secuestro—, creció bajo la sombra de la violencia política. Su discurso, marcado por la defensa de la seguridad y la transparencia, lo había convertido en uno de los críticos más duros del presidente Gustavo Petro.

En 2026 planeaba disputar la presidencia por el partido Centro Democrático. Su popularidad lo colocaba entre los principales contendores de la derecha.
La emboscada que acabó con su vida, cometida presuntamente por un menor de edad y otros cinco cómplices, no solo truncó su carrera, sino que reabrió heridas que Colombia creía cerradas.
El asesinato, considerado por analistas como un magnicidio —el primero en 35 años—, revive el recuerdo de los años en que la sangre de candidatos presidenciales corría por las calles. Aunque hoy las cifras de homicidios son menores que en los 90, el temor a un retroceso se respira en cada rincón.











