Más de ocho millones de venezolanos han migrado. Es el segundo mayor desplazamiento después del que ocurre en Siria. Un millón han ingresado a territorio peruano. Todos, o la gran mayoría, buscan tranquilidad, trabajo y un mejor futuro para sus hijos. Desiré Mendigaña es comunicadora social. Nació en Perú, pero a los tres años migró a Venezuela con su madre. Con la crisis económica del país llanero, tomó sus maletas y cruzó las fronteras por una vida digna. Ha vuelto a sus raíces. Esta es la segunda entrega de su historia.
Definitivamente, la infancia es una de las etapas fundamentales en la vida de cada ser humano. Una infancia trágica marcará, para bien o para mal, el resto de la existencia de una persona.
Gracias a Dios, mi infancia fue una infancia bonita, feliz, con algunos ‘dramas’ menores, como por ejemplo descubrir a mis tíos y padres reunidos secretamente hablando de quién pondría tal o cual regalo debajo del arbolito, y después me harían creer que Papá Noel entró por la ventana con su enorme saco rojo y sus renos. Nada grave. Logré superar ese desconcertante descubrimiento navideño. Aunque confieso que nada supera la cara de sorpresa de los adultos al verse descubiertos en sus mentiras y, peor aún, ‘semejante’ mentira.
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Pero lo anterior no fue algo que haya oscurecido mi natural desarrollo como individuo social. Por el contrario, fue una niñez muy bonita, muy sana, en una época y en un país muy colorido y muy alegre. Quien conoce a algún venezolano de bien, sabrá que una característica innata es su buen humor, su picardía y doble sentido que le ponemos a todo.
Si bien yo nací en la tierra de Chabuca Granda, César Vallejo, de la Pilsen de a litro, las canchitas, el pan con chicharrón, camote y salsita criolla; tuve la oportunidad bendita de crecer y vivir en la tierra de la hallaca y el pan de jamón en navidad, de la arepa, el pabellón criollo y las cachapas con queso e´mano. Así que mi referente de país, en esos primeros años que significan la infancia, se desarrollaron en una Venezuela muy distinta a la que hoy se conoce.
Estudié en colegios religiosos, cuyos nombres, paradójicamente, me mantenían conectada a mis raíces: Colegio Santa Rosa de Lima en Caracas fue mi acercamiento a esos primeros cuadernos de lengua, historia, matemáticas, etc.; y ya en los últimos años de colegio, por esas cosas del destino, me transfirieron al Colegio San Martín de Porres que queda en las afueras de Caracas, en una ciudad llamada Guatire. De modo, que transcurrieron al menos 16 años de mi vida en ambos centros educativos.
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Para cuando quise estudiar en la universidad, cualquier carrera me parecía interesante, unas más sacrificadas que otras, pero todas vendían la posibilidad de hacerme ‘millonaria’, con cierto prestigio y calidad de vida. Algo mejor, a la clase media trabajadora que había estado presente hasta ese entonces. Que a decir verdad, no estaba mal, teniendo en cuenta que mis padres habían llegado como migrantes, y luego de haber empezado de cero, podría decirse que estaban ‘realizados’ como individuos porque su trabajo, esfuerzo y la economía del país así lo permitía.
De entre tantas ofertas académicas, escogí una de las menos lucrativas. Bien me lo advirtió uno de los profesores encargados de dar la bienvenida a la universidad: “(…) quien haya escogido estudiar Periodismo para tener plata y hacerse rico, déjeme decirle que escogió la carrera equivocada (…)”. Y no se equivocó. Pero, aun así, decidí ser periodista... hasta que una realidad me comenzó a preocupar.
Las libertades que conocía hasta ese momento parecían esfumarse. Salir a la calle a cubrir una pauta o comisión, a grabar algo con una cámara profesional o simplemente empuñar un micrófono, parecía ser el peor y más detestable de los actos.
Eran los primeros años de gobierno del entonces presidente Hugo Chávez, y su postura ante la prensa y medios de comunicación era notablemente intolerante. No aceptaba que algún periódico se mostrara contrario a su política, porque en principio no lo censuraba directamente, pero sí indirectamente. Ya no entraban al país las bovinas de papel periódico, o las retenían convenientemente, para entorpecer la impresión de ‘ciertos’ periódicos no afectos al gobierno.
Salir a la calle identificado como PRENSA, podría costarte pedradas, insultos y demás vejámenes a tu libertad y derecho de informar y estar informado por parte de esos grupos radicales afectos a Chávez.
Venezuela, ese país colorido y sonriente, dejó de tener voz. Se comenzaron a eliminar las concesiones a canales de televisión que no compartían la ideología del chavismo, de ese socialismo que les pintaba una realidad distorsionada a sus seguidores.
Emisoras de radio, prensa escrita, e inclusive páginas de internet, comenzaron a ser bloqueadas, cerradas, restringidas a la población. No importa si estabas o no de acuerdo, si compartías o no esa ideología cancerígena que comenzaba a hacer metástasis en un país que tan solo años atrás era el paraíso prometido, el edén de América Latina.
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Por eso, si hay algo que el venezolano de bien, el que salió del mal llamado ‘paraíso petrolero’, conoce a perfección, es el valor que tiene la libertad, el costo que hemos y seguimos pagando por una libertad que se nos arrebató a cuenta gotas y que, a la fecha, no se ha recuperado.
Pero la historia, suele ser cíclica y tiende a repetirse.
Nuestra memoria es tan frágil y poderosa a la vez, que podemos bloquear la crudeza de ciertos eventos trágicos de nuestras vidas, lo que podría llamarse ‘memoria traumática’. Y este fenómeno ha estado tan presente en Suramérica, que incluso ahora en tiempos compulsos en nuestro amado Perú, muchos parecen olvidar la triste historia de restricciones a la libertad de expresión, que son evidentes, tangibles y están documentadas en aquellas épocas de dictadura; y que parecen querer renacer de entre las cenizas en pleno siglo XXI.
Desiré M. Mendigaña Mogrovejo. Nace en Lima, Perú, pero migra a Venezuela a los tres años. Egresada como Licenciada en Comunicación Social Mención Audiovisual de la Universidad Santa María en la ciudad de Caracas (Venezuela). Trabajó como productora de televisión en programas culturales, fue reportera y presentadora del noticiero cultural. En 2012, fue corresponsal en Uruguay de la ‘I Gira Internacional de la Orquesta Filarmónica de Venezuela’. En 2018 migró a Colombia donde trabajó como locutora y productora del ‘Noticiero del mediodía’, de la cadena Caracol Radio, en la ciudad de Ocaña. En 2019, regresa al Perú después de 37 años. Distante, pero nunca ausente de la cultura y tradición peruana.