Después de 15 años vuelve Abril Rojo, la novela que consagró a y que explora los últimos años de un periodo sangriento y aterrador en la historia del Perú. Un escenario donde la ideología terrorista de y un gobierno marcado por el hambre y la corrupción se enfrentaron en una terrible guerra.

La reedición de esta novela -esta vez con el sello Seix Barral de editorial Planeta- tiene un único fin: llegar a una nueva generación de lectores, quienes tienen nuevas herramientas de comunicación, para que ellos discutan los hechos históricos y así evitar que momentos como estos caigan en el olvido. Esta novela se parece más al presente que a lo que pasaba el 2006. Creo que ahora nos sentimos más como Chacaltana, lejos de los extremos y sin poder pertenecer a ninguno, justifica el escritor Santiago Roncagliolo.

Abril Rojo es una obra profunda que indaga en las heridas abiertas de una ciudad dividida. Félix Chacaltana Saldívar es un fiscal que fue enviado a su natal y se ve envuelto en una extraña investigación de asesinato. En medio de las celebraciones de Semana Santa y enfrentando a la indiferencia de sus superiores, las pesquisas lo llevarán por senderos cada vez más oscuros, en los que descubrirá hasta dónde puede llegar un hombre y la sociedad cuando la muerte se convierte en la única certeza.

El relanzamiento de Abril Rojo fue el 2 de marzo, miércoles de Ceniza, la misma fecha religiosa que da inicio a la cuaresma, momento exacto en el que parte la novela en el año 2000. Una historia de suspenso que se desarrolla durante la Semana Santa ayacuchana, en un escenario donde se imponen los simbolismos religiosos, mitos andinos, fidelidad subversiva y donde se hacen más grandes las diferencias culturales en un país donde nadie quiere hablar del recuerdo de una guerra, sepultada junto con sus caídos.

PUEDES LEER EL PRIMER CAPÍTULO EN EXCLUSIVA:

Jueves 9 de marzo

Con fecha miércoles 8 de marzo de 2000, en circunstancias en que transitaba por las inmediaciones de su domicilio en la localidad de Quinua, Justino Mayta Carazo (31) encontró un cadáver.

Según ha manifestado ante las autoridades competentes, el declarante llevaba tres días en el carnaval del referido asentamiento, donde había participado en el baile del pueblo. Debido a esa contingencia, afirma no recordar dónde se hallaba la noche anterior ni ninguna de las dos precedentes, en las que refirió haber libado grandes cantidades de bebidas espirituosas. Esa versión no ha podido ser ratificada por ninguno de los 1576 vecinos del pueblo, que dan fe de haberse encontrado asimismo en el referido estado etílico durante las anteriores 72 horas con ocasión de dicha festividad.

Durante el amanecer del 8, el susodicho Justino Mayta Carazo (31) declara haberse apersonado a la plaza del pueblo conjuntamente con Manuelcha Pachas Ispijuy (28) y Deolindo Páucar Quispe (32), quienes no lo han podido corroborar. A continuación, según manifiesta el declarante, tomó conciencia de sus obligaciones laborales para con la bodega Mi Perú en la que cumple funciones de vendedor. Se levantó y se dirigió al citado emplazamiento, con el inconveniente de que a la mitad de camino fue víctima de un repentino ataque de agotamiento y decidió volver a su domicilio a gozar de un merecido reposo.

Antes de llegar a su puerta, el ataque se agravó, ingresando el susodicho en el domicilio de su vecino Nemesio Limanta Huamán (41) para descansar antes de retomar los quince metros faltantes hasta la puerta de su domicilio. Según afirma, al ingresar al inmueble no notó nada sospechoso ni encontró a nadies y se dirigió a través del patio directamente al pajar, donde se recostó. Manifiesta haber pasado ahí las siguientes seis horas solo. Nemesio Limanta Huamán (41) ha refutado su versión afirmando que a las doce horas sorprendió abandonando el pajar a la joven Teófila Centeno de Páucar (23), esposa de Deolindo Páucar Quispe (32) y dotada, según testigos, de unas considerables postrimerías y un apetito carnal muy despierto, lo cual ha sido prácticamente desmentido tanto por su cónyuge como por el susodicho declarante Justino Mayta Carazo (31).

Una hora después, a las trece horas, en circunstancias en que estiraba los brazos para despertarse, el declarante manifiesta haber tocado un cuerpo áspero y rígido oculto a medias entre la paja. En la creencia de que podría tratarse de una caja de dinero oculta propiedad del propietario del inmueble, el declarante decidió proceder a su exhumación. La Fiscalía Distrital Adjunta ha procedido oportunamente a amonestar al declarante por sus manifiestas malas intenciones, a lo que Justino Mayta Carazo (31) ha respondido con muestras de genuino arrepentimiento declarando que procedería a confesarse con el sacerdote Julián González Casquignán (65), párroco de la citada localidad.

Aproximadamente a las trece horas con diez minutos, el susodicho declarante consideró que el objeto era demasiado grande para constituir una caja, asemejando más bien un tronco quemado, negro y pegajoso. Procedió a retirar las últimas briznas de paja que lo cubrían, encontrando una superficie irregular perforada por diversos agujeros. Descubrió, según refiere, que uno de esos agujeros constituía una boca llena de dientes negros, y que en la prolongación del cuerpo quedaban aún retazos de la tela de una camisa, igualmente calcinada y confundida con la piel y las cenizas de un cuerpo deformado por el fuego.

Aproximadamente a las trece horas con quince minutos, los gritos de terror de Justino Mayta Carazo (31) despertaron a los otros 1575 vecinos de la localidad. Y para que así conste en acta, lo firma, a 9 de marzo de 2000, en la provincia de Huamanga, Félix Chacaltana Saldívar Fiscal Distrital Adjunto

El fiscal Chacaltana puso el punto final con una mueca de duda en los labios. Volvió a leerlo, borró una tilde y agregó una coma con tinta negra.

Ahora sí. Era un buen informe. Seguía todos los procedimientos reglamentarios, elegía sus verbos con precisión y no caía en la chúcara adjetivación habitual de los textos legales. Evitaba las palabras con ñ —porque su Olivetti del 75 había perdido la ñ— pero conocía suficientes palabras para no necesitarla. Podía escribir «cónyuge» en lugar de «señor esposo», o «amanecer» en lugar de «mañana». Se repitió satisfecho que, en su corazón de hombre de leyes, había un poeta pugnando por salir.

Sacó las hojas del rodillo, guardó el papel carbón para futuros documentos e introdujo cada copia del acta en su respectivo sobre: una para el archivo, una para el juzgado penal, una para el expediente y una para el comando de la región militar. Le faltaba adjuntar el informe forense. Antes de ir a la comisaría, escribió una vez más —como

todas las mañanas— su solicitud de envío de material para recibir una nueva máquina de escribir, dos lápices y una resma de papel carbón. Ya había mandado treinta y seis solicitudes y guardaba los cargos firmados de todas. No quería ponerse agresivo pero, si el material no le llegaba rápido, podría iniciar un procedimiento administrativo para exigirlo con más contundencia.

Después de llevar personalmente su solicitud y hacer firmar el cargo, salió a la Plaza de Armas. Los altavoces colocados en las cuatro esquinas de la plaza difundían la vida y obra de los ayacuchanos ilustres como parte de la campaña del Ministerio de la Presidencia para insuflar valores patrios a la provincia: don Benigno Huaranga Céspedes, insigne doctor ayacuchano, estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y dedicó su vida a la sabia ciencia médica en la que cosechó diversos elogios y honores varios. Don Pascual Espinoza Chamochumbi, conspicuo abogado huantino, se distinguió por su vocación de ayuda a la provincia, a la que legó un busto del libertador Bolívar. Para el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, esas vidas solemnemente declamadas en la Plaza de Armas eran modelos a seguir, ejemplos de la capacidad de su pueblo para salir adelante a pesar de las penurias. Se preguntó si algún día, en mérito a su infatigable labor en pro de la justicia, su nombre merecería ser repetido por esos altavoces. Se acercó a una carretilla de periódicos y pidió el diario El Comercio. El vendedor dijo que la edición del día no había llegado a Ayacucho, pero tenía la del día anterior. Chacaltana la compró. Nada puede cambiar mucho de un día para otro, pensó, todos los días son básicamente iguales. Luego si- guió su camino hacia la comisaría.

Mientras andaba, el cadáver de Quinua le produjo una vaga mezcla de orgullo e inquietud. Era su primer occiso en el año que llevaba desde su regreso a Ayacucho. Era un síntoma de progreso. Hasta ese momento, cualquier caso de muerte había ido directamente a la Justicia Militar, por razones de seguridad. La fiscalía solo recibía peleas de borrachos o maltratos domésticos, a lo más alguna violación, frecuentemente de un esposo a su esposa.

El fiscal Chacaltana veía ahí un problema de tipificación del delito y, de hecho, había remitido al juzgado penal de Huamanga un escrito al respecto, que aún no había recibido respuesta. Según él, esas prácticas, dentro de un matrimonio legal, no se podían llamar violaciones. Los esposos no violan a sus esposas: les cumplen. Pero el fiscal Félix Chacaltana Saldívar, que comprendía la debilidad humana, normalmente abría un acta de conciliación para amistar a las partes y comprometía al esposo a cumplir su deber viril sin producir lesiones de cualquier grado. El fiscal se acordó de su exesposa Cecilia. Ella nunca se había quejado, al menos de eso. El fiscal la había tratado con respeto, apenas la

había tocado. Ella se habría quedado boquiabierta de ver la envergadura del caso del cadáver. Lo habría admirado, por una vez. En la recepción de la comisaría, un solitario sargento leía un periódico deportivo. El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar se adelantó con pasos sonoros y se aclaró la garganta.

— Busco al capitán Pacheco.

El sargento levantó una mirada aburrida. Mascaba un palito de fósforos.

— ¿El capitán Pacheco?

Afirmativo. Tenemos que hacer una diligencia de la mayor trascendencia.

El fiscal se identificó. El sargento pareció incómodo. Miró hacia un lado. Al fiscal le pareció ver a alguien, la sombra de alguien. Quizá se equivocaba. El sargento anotó los datos del fiscal y luego salió de la recepción llevando el papel. El fiscal oyó su voz mezclarse con otra en la habitación de al lado, sin poder distinguir lo que decían. De to-

dos modos, trató de no oír. Eso habría constituido violación de comunicación institucional. El sargento volvió ocho minutos después.

— Es que... hoy es jueves, doctor. Los jueves, el capitán solo viene por la tarde... Si viene... porque tiene que hacer varias diligencias él también...

— Pero es que el procedimiento ordena que vayamos juntos a recoger el peritaje del reciente occiso... y quedamos en que...

— ... y mañana es un día complicado también, doctor, porque nos han convocado a desfile el domingo y hay que preparar lo que son los preparativos.

El fiscal trató de ofrecer un argumento contundente:

— ... Es que... el fenecido no puede esperar...

— Ese ya no espera nada, doctor. Pero no se preocupe que yo le voy a transmitir al capitán que usted se ha apersonado en nuestras dependencias por el occiso correspondiente.

Sin saber bien cómo, el fiscal distrital adjunto se fue dejando arrastrar por las palabras del subordinado hasta la salida. Quiso responder, pero ya era tarde para hablar. Estaba en la calle. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor. No sabía bien qué hacer, si saltarse el procedimiento o esperar al capitán. Pero esperar hasta el lunes era demasiado. Le iban a reclamar su informe con puntualidad. Iría solo. Y tramitaría una queja ante la Administración General de la Policía, con copia a la Fiscalía Provincial.

Pensó de nuevo en el cadáver, y eso le recordó a su madre. No había ido a verla. Tendría que pasar por su casa volviendo del hospital, para ver si estaba bien. Atravesó la ciudad en quince minutos, entró en el Hospital Militar y buscó el pabellón de quemados o la morgue. Se desorientó entre los lisiados, golpeados y sufrientes. Decidió preguntarle a una enfermera que acababa de despachar a dos ancianos con actitud de autoridad competente.

— ¿El doctor Faustino Posadas, por favor?

La enfermera lo miró con desprecio. El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar se preguntó si sería necesario sacar a relucir su cargo. La enfermera entró en una oficina y volvió a salir cinco minutos después.

— El doctor ha salido. Siéntese a esperarlo.

—S... solo vengo a buscar un papel. Requiero de un informe pericial forense.

— Yo mayormente desconozco del tema. Pero siéntese, por favor.

— Soy el fiscal distri...

Era inútil. La enfermera había salido a contener a una mujer que gritaba de dolor. No estaba herida. Solo gritaba de dolor. El fiscal se sentó entre una anciana mamacha que lloraba en quechua y un policía con un corte en la mano que goteaba sangre. Abrió su periódico. El titular anunciaba un plan de fraude del Gobierno para las elecciones de abril. Empezó a leer con disgusto, pensando que esas sospechas se debían denunciar al Ministerio Público para su pertinente aclaración antes de publicarse en la prensa causando lamentables malentendidos.

Al pasar la página, le pareció que el recluta de la entrada lo observaba. No. Ya no. Había desviado la mirada. Quizá ni siquiera lo había mirado. Siguió leyendo. Cada seis minutos aproximadamente, una enfermera surgía de una puerta y

llamaba a alguna de las personas de la sala, un hombre sin brazos o un niño con polio que abandonaba su puesto entre gemidos de dolor y suspiros de alivio. A la tercera página, el fiscal sintió que el policía de al lado trataba de leer sobre su hombro. Cuando se volvió, el policía se miraba la herida, absorto. Chacaltana cerró el periódico y lo dejó sobre sus piernas, tamborileando con los dedos sobre el papel para entretener la espera.

El doctor Posadas no llegaba. El fiscal quiso decirle algo a la enfermera pero no supo qué decir. Levantó la vista. Frente a él, una joven sollozaba. Tenía la cara magullada, roja, y un ojo completamente hinchado. Apoyaba su rostro maltrecho en el hombro de su madre. Parecía soltera.

Chacaltana se preguntó qué hacer con las solteras violadas en el ordenamiento jurídico. Al principio, había pedido prisión para los violadores, conforme a la ley. Pero las perjudicadas protestaban: si el agresor iba preso, la agredida no

podía casarse con él para restituir su honra perdida. Se imponía, pues, la necesidad de reformar el código penal. Satisfecho por su razonamiento, el fiscal decidió enviar al juzgado penal de Huamanga otro escrito al respecto, adjuntando un oficio de exhortación a dar una respuesta al primero. Una voz chillona con acento norteño lo sacó de sus cavilaciones:

— ¿El fiscal Chacaltana?

Un hombre bajito y de lentes, mal afeitado y con el pelo grasiento, comía un chocolate a su lado. Su bata médica estaba manchada de mostaza, salsa criolla y una cosa marrón, pero mantenía los hombros limpios para disimular en su blancura la caspa que nevaba de su cabeza.

— Soy Faustino Posadas, médico legista.

Le extendió una mano manchada de chocolate, que el fiscal estrechó. Luego lo llevó por un pasadizo oscuro lleno de dolores. Algunas personas se le acercaban gimiendo, pidiendo ayuda, pero el médico las derivaba con un gesto a la primera sala, con la enfermera, por favor, yo solo veo muertos.

— No lo había visto antes —dijo el médico mientras entraban en un pabellón nuevo, con otra

sala de espera

—. ¿Usted es de Lima?

— Soy ayacuchano, pero viví en Lima desde que era guagüita. Me trasladaron hace un año.

El forense se rio.

— ¿De Lima a Ayacucho? Debe haberse portado mal, señor Chacaltana... —Luego carraspeó—.

Si... me permite que lo diga.

El fiscal distrital adjunto nunca se había portado mal. No había hecho nada malo, no había hecho nada bueno, nunca había hecho nada que no estuviese estipulado en los estatutos de su institución.

— Yo pedí mi traslado. Mi señora madre está aquí y yo no había venido en veinte años. Pero ahora que no hay terrorismo, todo está tranquilo, ¿no?

El forense se detuvo ante una puerta frente a una sala llena de parturientas en el ala de obstetricia. Cambió de mano su chocolate y sacó una llave del bolsillo.

— Tranquilo, claro.

Abrió la puerta y entraron. Posadas encendió las luces de neón blancas, que parpadearon un rato antes de terminar de encenderse. Uno de los focos siguió temblando intermitentemente. En la oficina había una mesa cubierta con una sábana. Y bajo la sábana un bulto. Chacaltana se sobresaltó. Rogó al cielo que fuese solo una mesa.

— Yo... solo vine a recepcionar el documento corresp...

— El acta, sí.

El doctor Posadas cerró la puerta y se acercó a un escritorio. Empezó a revolver entre los papeles.

— Pensé que estaría por acá... Un momento,

por favor...

Siguió revolviendo. Chacaltana no podía quitar la mirada de la sábana. El médico lo notó. Preguntó:

— ¿Lo ha visto?

— ¡No! Yo... recogí la declaración de los agentes a cargo.

— ¿Los policías? Ni lo vieron.

_ ¿Cómo?

— Le ordenaron al dueño del local que guardase el cuerpo en una bolsa antes de entrar. No sé qué puedan haber dicho.

— Ah.

Posadas dejó por un momento de revolver entre sus papeles. Se volvió hacia el fiscal.

— Debería verlo.

Chacaltana pensó que la diligencia se estaba prolongando demasiado.

— Yo solo necesito el inf...

Pero el médico se acercó a la mesa y quitó el velo. El cuerpo carbonizado los miró. Tenía, en efecto, los dientes apretados, pero en poco más de ese bulto negro se podía reconocer un origen humano. No olía a muerto. Olía como las lámparas de keroseno. La luz parpadeó.

— No nos han dejado gran cosa para trabajar.

— ¿ Ah? —Sonrió Posadas.

Chacaltana volvió a acordarse de ir a ver a su madre. Trató de recuperar la concentración. Se secó el sudor. No era el mismo sudor de antes. Era frío.

— ¿Por qué lo tienen en obstetricia?

— Falta de espacio. Además, da igual. La morgue ya no tiene congelador. Se fundió con los apagones.

— Los apagones acabaron hace años.

— No en nuestra morgue.

Posadas volvió a su escritorio con sus papeles. Chacaltana dio una vuelta alrededor de la mesa tratando de mirar hacia otra parte. La incineración era irregular. Aunque la cara mantenía ciertos rasgos de cara, las dos piernas se habían convertido en una única prolongación oscura. Del lado que quedaba hacia arriba emergían unas protuberancias re-torcidas, como ramas de un arbusto fosilizado.

Chacaltana sintió una arcada pero trató de disimular un acto tan poco profesional. Posadas fijó en él dos ojitos achinados y desconfiados, como de rata.

— ¿Usted va a llevar la investigación? ¿Y los ca-

chacos?

— Los señores de las Fuerzas Armadas —corrigió el fiscal— no tienen por qué intervenir. Este caso no corresponde al fuero militar.

Posadas pareció sorprendido de oírlo. Dijo secamente:

— Todos los casos corresponden al fuero militar.

Había algo de desafío en el tono de Posadas. Chacaltana trató de hacer valer su autoridad.

— Falta efectuar las verificaciones del caso. Técnicamente, aún podría incluso tratarse de un accidente...

— ¿Accidente?

Dejó escapar una carcajada seca que lo hizo toser y miró al cadáver, como para compartir la broma con él. Tiró al suelo el envoltorio del chocolate y sacó un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno al fiscal, que lo rechazó con un gesto. El forense encendió uno, expulsó el humo con otra tos y dijo con tono serio:

— Varón entre cuarenta y cincuenta años, según parece. Blanco, por lo menos blanquiñoso. Hace dos días era más alto.

El fiscal distrital adjunto se sintió en la obligación de mostrar frialdad profesional. Sintió frío.

Temblorosamente dijo:

— ¿Alguna... pista sobre la identidad del occiso?

— No quedan ni marcas físicas ni efectos personales. Si llevaba el dni, debe estar por ahí adentro.

Chacaltana observó el cuerpo, que parecía deshacerse al mirarlo. Una pasta negra se le impregnó en la memoria.

— ¿Por qué descarta usted el accidente?

Posadas parecía esperar la pregunta con orgullo indulgente, como un profesor ante el niño tonto de la clase. Abandonó el escritorio, tomó posición a un lado de la mesa y comenzó a exponer mientras señalaba varias partes del cuerpo:

— Primero lo rociaron con keroseno y lo encendieron. Hay restos de combustible por todo el cuerpo...

— Podría haber perecido en un incendio. Alguien tuvo miedo de denunciarlo y escondió el cuerpo. Los campesinos suelen temer que la policía...

— Pero no les bastó con eso —continuó Posa- das, al parecer sin oírlo—. Lo quemaron más. Dejó que el silencio diese un efecto más dramático a sus palabras. Su mirada de rata esperaba la pregunta de Chacaltana:

— ¿Cómo que más?

— Nadie queda así solo porque le hayan prendido fuego, señor fiscal. Los tejidos resisten. Mucha gente sobrevive incluso a quemaduras totales con combustible. Accidentes de carretera, incendios forestales... Pero esto...

Aspiró el humo y lo expulsó sobre la mesa, a la altura del rostro negro. Parecía fumar él, ahí echado. La luz parpadeó. El médico concluyó:

— Nunca había visto a nadie tan carbonizado. Nunca había visto nada tan carbonizado.

Volvió a sus papeles sin tapar al occiso. Bajo una lámpara estaba el informe que buscaba. Se lo pasó al fiscal. Tenía algunas manchas de chocolate en una esquina de la hoja. Chacaltana le dio un rápido vistazo y constató que faltaban tres copias, pero pensó que podría sacarlas él mismo, no sería una falta grave. Hizo un gesto de despedida. Quería salir rápido de ahí.

— Hay algo más —lo detuvo el forense—. ¿Ve esto? ¿Estas puntas como garras en el costado? Son

los dedos. Se retuercen así por efecto del calor. Solo están de un lado. De hecho, si se fija usted bien, el

cuerpo está como desequilibrado. Es difícil notarlo a primera vista en este estado, pero a este hombre le faltaba un brazo.

— Un manco.

Chacaltana guardó el papel en su portafolio y lo cerró.

— No. No era manco. Al menos no hasta el martes. Hay residuos de sangre alrededor del hombro.

— ¿Se había herido, quizá?

— Señor fiscal, le quitaron el brazo derecho. Se lo arrancaron de cuajo o lo cortaron con un hacha, quizá lo serrucharon. Atravesaron el hueso y la carne de un lado a otro. Eso tampoco es fácil. Es como si lo hubiera atacado un dragón.

Era verdad. La parte que correspondía al hombro parecía hundida, como si ahí ya no hubiese una articulación, como si ya no hubiese nada que articular. Chacaltana se preguntó cómo lo habrían hecho. Luego prefirió no preguntárselo más. La luz parpadeó de nuevo. El fiscal rompió el silencio:

— Bueno, supongo que todo eso está registrado

en el informe...

— Todo. Inclusive lo de la frente. ¿Ha visto su

frente?

Chacaltana trató de preguntar algo para no ver la frente. Trató de pensar en algún tema. El médico no le quitaba los ojos de encima. Finalmente, mintió:

— Sí.

— Su cabeza parece haber estado más alejada de la fuente de calor, pero no por descuido. Después de quemarlo, el asesino le marcó una cruz en la frente con un cuchillo muy grande, quizá de carnicero.

— Muy interesante...

Chacaltana sintió un vahído. Pensó que era hora de irse. Quiso despedirse con un gesto profesional, decoroso:

— Una última pregunta, doctor Posadas. ¿Dónde se podría incinerar un cuerpo hasta tal grado? ¿ En un horno de pan..., en una explosión de gas?

Posadas tiró al suelo el cigarrillo. Lo pisó y tapó el cuerpo. Luego sacó otro chocolate. Le dio un mordisco antes de responder:

— En el infierno, señor fiscal.

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