Este Búho escribe esta columna con el corazón de un periodista de la edad de un siglo dividido en dos, que ha quedado totalmente acelerado por la emoción. La última vez que vi avanzar a una hacia un Mundial en este mítico Nacional, fue en 1977. Era adolescente y le ganamos a Chile. Pero pese a toda la algarabía, no habíamos clasificado de forma directa. Faltaba ese ‘mundialito’ en Cali, el que pasamos y nos fuimos a Argentina 1978.

Bueno, ahora, ya columnista curtido y con una hija que anda con su laptop e ingresa a la adolescencia, llego al estadio cuando las entradas a occidente se ofertaban en mil o mil quinientos soles. Recibí la llamada del director: ‘Búho, has visto y escrito sobre tantas jornadas de selecciones ganadoras que llegaron a un Mundial... Lo justo es que te hagas presente en esta jornada histórica, aunque creo que no será fácil’. Así, me dirigí al coloso de José Díaz. Les confieso a ustedes, mis lectores, que creo que a estas alturas de mi vida, mi ‘bobo’ pide chepa. Demasiadas emociones me están matando, pero me las juego por ustedes.

Nunca, en todos mis años de periodista, he sufrido como ayer. Pero bendigo el haber estado en ese estadio hermoso, lleno de globos, de hinchas enfundados en sus camisetas y sobre todo, niños ilusionados. Y ‘todas las manos, todas; todas las voces, todas’; unidas como dice ese lindo himno del gran cantante argentino César Isella. Rápidamente afirmo que dimos un paso decisivo para volver, después de 36 años, a un Mundial. Al igual que en 1977, se sufrió. El cero a cero en el segundo tiempo fue igual que aquel contra Chile en mi época de juventud. Pero hubo grandes diferencias. En ese año, nos dieron unas banderitas de papel crepé.

Ayer abundaban los globos, vinchas, gaseosas y souvenirs. Pero lo que más me emocionó fue ver a los niños, cuyos padres habían ‘roto el chanchito’ para llevarlos al estadio, con , después de tantas décadas. Pero se sufrió. También comprobé que ya no existen las radios a transistores, que uno se pegaba a la oreja para escuchar los resultados en otros estadios. Me hallaba solo en la privilegiada occidente intermedia, boleto por el que afuera pagaban hasta dos mil soles. Felizmente, amigos que conocí en la tribuna, con sus celulares de última generación, me daban las últimas noticias en video. Era alucinante ver cómo la tabla iba alternándose. ‘Estamos eliminados... ahora estamos sextos y ...’, y me pasaban el video del gol. Definitivamente, les caí bien a esos jóvenes profesionales de treinta y cinco años. De pronto, Paolo metió el empate, el ingeniero de La Molina lloró, nos abrazamos junto con un exportador de café, un gordo ‘cholón’ que había ido con sus hermanos. Ese gol nos ‘hermanó’ a los tres. Y sé que ese abrazo se reprodujo no solo en Lima, sino en todo el país.

Lo que no veían las cámaras era la angustia colombiana. Pékerman les decía a los jugadores que ya no arriesguen. Mis patas me decían: ‘Búho, faltan tres minutos para que termine el partido de Chile. Bendita la tecnología. ‘’, gritaban en el estadio. Así lo vivimos, así lo sufrimos. Porque así somos los peruanos. Sufrimos para después gozar. Cuando se terminó el partido me conmovió un grito que lo compartieron tanto la barra peruana como la colombiana. ‘¡Poropopó, poropopó, el que no salta es un chileno m...!’. A mis fieles lectores, este columnista salió como reza la entrañable canción de Alejandro Sanz, con el ‘corazón partío’. Apago el televisor.

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