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Sandy Evangelista, la activista que lucha por las víctimas de feminicidio en pandemia

En el 2019 creó el colectivo ‘Familias unidas por justicia: Ni una asesinada más’ para ayudar a madres, hijos y hermanos, que exigen un acceso a justicia, pero firme y real.

Por: Sonia Obregón

Sandy Evangelista Loa tenía solo 8 años cuando mataron a su hermana Nelva. Recuerda cada detalle del aterrador día e intenta no quebrarse. Su asesino la descuartizó, enterró y luego huyó con rumbo desconocido. Aunque el criminal ya paga su condena en la cárcel, la joven activista, de 22 años, decidió crear un colectivo para ayudar a madres, huérfanos y hermanos, que como ella, luchan por esa justicia, que a veces parece inalcanzable. La pandemia no ha frenado su labor. Con una mascarilla y un cartel con el rostro de Nelva, Sandy se para en las calles para gritar sin miedo los nombres de sus muertas, de los feminicidas sin sentencia, de los prófugos y los procesos a punto de vencer.

“Acabaron con los sueños de mi hermana. Ella tenía 25 años, era auxiliar de inicial, trabajaba a la par como secretaria y vendía celulares. Tenía un futuro por delante”, dice Sandy. El 27 de febrero del 2006, Nicolás Giovanni Vásquez Velarde terminó con la vida de Nelva Evangelista Loa, su expareja. Quiso borrar toda evidencia enterrándola detrás de la casa de su víctima. La familia de Sandy la buscó por dos días hasta que una perrita halló su cadáver. Fue el inicio del calvario.

Vásquez estuvo prófugo durante 10 años. El 1 de octubre del 2016 fue capturado en Huánuco, gracias al programa de recompensas del . Lo llamaban ‘El descuartizador de Lurín’ y por su paradero ofrecían 30 mil soles. En este entonces Sandy tenía 18 años e iba a comenzar a estudiar la carrera de Veterinaria en la universidad, pero dejó todo por seguir el caso de su hermana y no se arrepiente.

En ese mismo año, la justicia sentenció a Vásquez a 28 años de prisión en el penal Miguel Castro Castro. Sin embargo, logró que le reduzcan la condena a 20 años, alegando que sufrió ‘emoción violenta’ al asesinar a Nelva. “No fue emoción violenta, fue algo premeditado, con saña y alevosía. Mi hermana y él mantuvieron una relación de 10 años y lo había denunciado tres veces. Ella terminó con él y tenía planeado viajar a Chile, pero él la mató dos semanas antes de que se vaya”, se queja la joven. “Ya no puedo apelar para una revisión del caso, porque dejé pasar tiempo. Nunca tuvimos ayuda del Estado”, añade.

Sandy tenía 8 años cuando mataron a su hermana Nelva. Su asesino la descuartizó, enterró y luego huyó con rumbo desconocido. (Foto: Francisco Neyra / GEC)

El año pasado, Sandy creó el colectivo ‘Familias unidas por justicia: Ni una asesinada más’ para orientar y apoyar a madres, hijos y hermanos, que exigen un acceso a justicia, pero firme y real. “Dejé mi vida personal. Me aferro tanto a este camino para que no le pase a nadie más, porque es revivir cada día, en cada familia, en cada víctima. Es revivir lo que pude haber hecho”, comenta.

Una de sus primeras acciones, en conjunto con otras organizaciones y colectivos, fue impulsar la reparación del Estado hacia las hijas y los hijos de las víctimas del feminicidio y lo consiguieron. El 6 de enero de este año, el entonces presidente a través del decreto de urgencia 005, aprobó este subsidio.

LA OTRA PANDEMIA

Desde que se inició la cuarentena obligatoria en el Perú, el 16 de marzo, por la covid-19, Sandy tuvo que parar algunas actividades, pero la pandemia solo visibilizó la otra pandemia que siempre ha estado presente y por la que ella lucha: la violencia de género y su manifestación más extrema: el feminicidio. El último reporte del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables indica que entre enero y octubre de este año, se produjo 111 casos de feminicidio, en comparación con los 134 del 2019. Además, 16 de las víctimas eran niñas y adolescentes menores de 18 años y 92 fueron mujeres adultas, 5 % de ellas se encontraban en estado de gestación. Las tentativas de feminicidio sumaron 234 durante ese periodo.

Sin embargo, según Erika Anchante, comisionada adjunta para los Derechos de la Mujer de la Defensoría del Pueblo, la cifra sería aún mayor. Ellos han contabilizado 120 casos de feminicidio en ese mismo periodo, aparte de 49 muertes violentas de mujeres que aún vienen siendo investigadas para determinar si estamos frente a este delito. De estos feminicidios, 82 se dieron durante la pandemia. Lima sigue siendo la región más golpeada. Arequipa, La Libertad y Junín son otros departamentos con altos índices.

“En la etapa de confinamiento, la mayoría de los asesinatos a mujeres ocurrió en las relaciones de pareja. Ellas eran obligadas a compartir el domicilio con sus agresores. Ya sufrían de violencia, solo se concretó el delito”, revela Anchante. Tras el levantamiento de la cuarentena, los agresores fueron en busca de sus víctimas. “Uno quizá pensaba que iba a estar más segura porque no salía de casa, pero se convirtió en un lugar de peligro y de muerte para las mujeres”, reflexiona, por su parte, Rebeca Díaz, psicóloga y voluntaria del Movimiento Manuela Ramos.

Pese a la emergencia, en setiembre, Sandy volvió a las calles, siempre con un polo negro en señal de duelo por Nelva, para exigir que atiendan con urgencia los casos de violencia, la falta de acceso a abogados, los feminicidios y las desapariciones de mujeres. “Estamos saliendo a protestar exponiéndonos al contagio, porque no podemos dejar de lado la otra pandemia. Tenemos que garantizar que las mujeres vivamos tranquilas y sanas, porque no sabemos cuándo nos pueden apagar la vida”, dice.

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HISTORIAS SIN FINAL

Actualmente, su colectivo está integrado por 24 familias, 23 de ellas están relacionadas a casos de feminicidio, dos ocurridos en la pandemia. Solo uno es por desaparición. Cada historia es más triste y desgarradora que la otra y ninguno tiene final. Siguen buscando justicia.

La madrugada del 26 de diciembre del 2019, María Alvarado Cruz, comerciante y madre de dos hijos varones y una mujer, fue roseada con gasolina y prendida con fuego, mientras dormía, en la provincia de Rioja, en San Martín. Tenía el 90 % de su cuerpo quemado y no pudo aguantar mucho tiempo. Sufrió cuatro paros cardiacos y murió al siguiente día, el 27 de diciembre, en el hospital de Tarapoto.

Leoncio Daza Tejada, de 59 años, su conviviente y presunto asesino, se encuentra recluido en el penal de Moyobamba con prisión prolongada. Desde Lima, su hija Idalita Fernández Alvarado denunció que hasta ahora no hacen la reconstrucción de los hechos. “Tengo miedo de que el caso de mi mamá quede archivado. Se escudan con la pandemia, estoy mandando papeles para que los peritos especializados de acá puedan ir a Rioja. Mi mamá no ha muerto, la han matado”, asegura e intenta calmarse.

El celular de María también desapareció y aún están a la espera del levantamiento del secreto de sus comunicaciones. “Mi abogado está pidiendo 35 años de cárcel. Lo que más me llena de impotencia es que un asesino tiene más derechos que la víctima, es decir, ¿la vida de mi mamá no vale nada?”, se pregunta así misma.

María Alvarado Cruz fue roseada con gasolina y prendida con fuego, mientras dormía, en San Martín. (Foto: Francisco Neyra / GEC)

Erika Oblitas Morales falleció producto de los golpes de su expareja, Miguel Antonio Benites Arana, de 38 años, en el Callao. El 2 de junio del 2019, llegó hasta a su domicilio para comenzar con la masacre. La ahorcó, golpeó y le lanzó un televisor en la cabeza. “Solo muerta vas a salir de acá”, repetía una y otra vez el agresor. Su víctima terminó con el tabique roto, el pómulo hundido y moretones en el cuello. La cabeza se llevó la peor parte.

Tras varios días en coma, el 10 de junio, Erika dejó de existir. Pese a tener antecedentes policiales por robo, agresión y violencia familiar, Miguel fue puesto en libertad por la Fiscalía y estuvo no habido durante cinco días con el menor de los hijos de Erika. Actualmente, paga su condena en el penal Ancón I. Este 10 de diciembre se vence su prisión preventiva, pero aún no tiene sentencia.

El más afectado por la muerte de Erika es su hijo menor. “Mi niño me pedía que le trajera a su mamá del cielo”, dice su abuela Lilian Morales. Ahora el pequeño está bajo tutela del Ministerio de la Mujer en un Centro de Acogida Residencial. “¿Cómo es posible que la justicia sea tan ciega y esté alargando el proceso de este asesino?”, se cuestiona. Lilian también exige 35 años de cárcel para el presunto feminicida, aunque sabe que nada le devolverá a su única hija.

Erika Oblitas Morales falleció producto de los golpes de su expareja, Miguel Antonio Benites Arana, de 38 años, en el Callao. (Foto: Francisco Neyra / GEC)

El 24 de junio de este año, Cindy Rosas Cisneros salió de su vivienda en Nuevo Chimbote, en Áncash, para encontrarse con su enamorado, Juan Carlos Elar Ponce Esquivel, de 35 años, y nunca más regresó. Su última conexión en WhatsApp fue a las 2 de la tarde de ese mismo día. Un día después, en la tarde del 25 de junio, su cuerpo semidesnudo fue encontrado flotando por un grupo de pescadores en el mar, en pleno estado de emergencia.

Horas después, los agentes del Departamento de Investigación Criminal de la Policía de Chimbote arrestaron a Ponce, el principal sospechoso del crimen, luego de que este entrara en contradicciones y se presentara en comisaría para negar su participación en la muerte de Cindy, quien dejó huérfana a una menor de 14 años. “A mi hermana la encontraron golpeada con contusiones en la cabeza, frente, tenía las axilas moradas y hematomas en las rodillas. La necropsia indica que su muerte fue a causa de asfixia por sumersión, ocasionada por un agente mecánico, es decir, a ella la ahogaron”, comenta Elvia Rosas.

Para Elvia, las sentencias por feminicidios deberían ser inmediatas. “Es bastante doloroso. Quiero que de una vez se dicte la sentencia por la tranquilidad de mi sobrina. Nosotros necesitamos recuperarnos física y mentalmente”, comenta. Ella tuvo que mudarse con su familia a Trujillo para empezar una nueva vida, ya sin Cindy.

Cindy Rosas Cisneros salió de su vivienda en Nuevo Chimbote, en Áncash, para encontrarse con su enamorado, Juan Carlos Elar Ponce Esquivel, de 35 años, y nunca más regresó

MÁXIMA EXPRESIÓN DE PODER

Rebeca Díaz afirma que el feminicidio es la expresión máxima de poder. Es la muerte de las mujeres por su condición de tal, es decir, por el hecho de ser mujer. “Es demostrarle a alguien que yo tengo la posibilidad de quitarte la vida. El feminicidio es la punta del iceberg, debajo hay muchas otras problemáticas. Es el deprecio total a la vida, la libertad y la existencia de la otra persona”, explica.

“Muchas veces no aceptan que una mujer tenga derecho a decidir. Ven a las mujeres como de su propiedad y tienen ese pensamiento de ‘si no es mía, no es de nadie’”, comenta Anchante. Para Gloria Montenegro, exministra de la Mujer, el machismo es el principal factor. “Sienten que están sobre ellos, que es mejor eliminarlas, echarles cemento. Fuimos criadas en un sistema machista y nos hicieron creer que nos controlan porque se preocupan por nosotros, que tienen derecho a decirnos cómo vestirnos, con quién hablar”, refiere.

En el 2011, el Código Penal incorporó por primera vez este delito en su contexto íntimo, el cual se restringe a los supuestos del delito de parricidio. A través del Decreto Legislativo 1323, en el 2017, se fortaleció la lucha contra la violencia familiar y la violencia de género, y se agregó al artículo 108-B agravantes como si la víctima era menor de edad, adulta mayor o si fue sometida para fines de trata. Si el feminicidio es cometido con crueldad, ferocidad y hay agravantes la pena puede llegar de 25 años a cadena perpetua.

LIMITACIONES

Erika Anchante asegura que la pandemia limitó a que las mujeres accedan a justicia. Varios servicios judiciales no funcionaron al 100 % a pesar que se había establecido canales tecnológicos. “El tema procesal también estuvo paralizado. Este año se emitieron 22 sentencias por delito de feminicidio, dos de ellos ocurridos este año. Además, identificamos ocho casos en los que a los agresores ya se les estaba venciendo la prisión preventiva y era necesario solicitar una ampliación para que no salgan de la cárcel”, indica.

Debido a la emergencia sanitaria, Sandy dice que ahora todo está digitalizado y los correos se pierden, sumado a que muchas madres no saben ni cómo mandar un WhatsApp. Otra traba es no contar con el expediente completo para acceder a los juicios, porque es virtual. “Muchos agresores aprovecharon el indulto humanitario, que propuso el presidente Martín Vizcarra por la pandemia, para presentar su habeas corpus y salir en libertad, porque supuestamente eran vulnerables”, se quejó.

Anchante y Rebeca coinciden en que la prevención es importante para frenar los feminicidios. Una propuesta es iniciar campañas con niños, adolescentes y jóvenes para que conozcan los derechos de las mujeres. Respecto al acceso a justicia, consideran que es necesario que haya más capacitación y sensibilización en los operadores de justicia, en quienes emiten las sentencias y llevan los procesos. Inmediatamente recuerdan el caso de la Corte Superior de Justicia de Ica, en la que un juez emitió una sentencia estereotipada porque la víctima usaba una prenda íntima roja con encaje.

Sandy solo pide un personal más capacitado, con enfoque de género, que sea empático y no revictimicen a las fallecidas. Ella junto a otras madres, hermanos e hijos han emprendido una lucha diaria y no van a descansar hasta que los culpables paguen su condena. Sandy levanta el cartel con el rostro de su hermana. “Justicia para Nelva”, grita una y otra vez. Sabe que no hay duelo, sin justicia.

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