Este no es el restaurante Central de Virgilio Martínez. Este es el Mercado Central de los Quispe, Mamani y González. Aquí no hay cinco tenedores ni estrellas Michelin. Aquí hay yapa si el bitute no te llenó y harta chacota si no están cerca los agentes municipales. Este es un viaje, querido lector, al centro de nuestra gastronomía ambulante, para quienes tienen el estómago recio y el talento de comer parado.

En el jirón Mesa Redonda no hay mesas ni sillas. Los comensales deben buscar un espacio desocupado en la vereda para almorzar. Son más de 20, todos con bolsas de compras. Con la pareja, con los hijos o solos. “Dice que es juane de gallina virgen. Vamos a ver”, explica Alberto, mientras se lleva un trozo de carne a la boca... “Sí, está bueno. Voy a pedir otro”. Quien los prepara y vende es una jovencita no mayor a los 30 años, con el cabello rubio teñido y un canguro a punto de explotar. Aunque prefiere no revelar cuántos juanes vende al día, asegura que con el dinero ayuda a su familia y cubre sus gastos de educación.

En otra esquina, en el jirón Ayacucho con Ucayali, una humareda se expande con ese olorcito sabroso que desprende el corazón de res sobre el carbón vivo. Alrededor de la parrilla, niños y adultos disfrutan de esos jugosos anticuchos, que acompañan con papa, pancita y choncholí. El negocio, que ya tiene varios años en el lugar, ha servido para que la pareja que la administra, construya su casa. “Trabajamos honestamente y sin hacerle daño a nadie”, dicen orgullosos.

Los paladares curiosos también encontrarán en estas calles platillos internacionales. Pastelitos, tequeños y hallacas. “Chamo, a dos soles nomás”, ofrece Luis, un venezolano que ya tiene más de medio año en nuestro país. “La hallaca es como el tamal peruano, pero más rico”, dice una comensal, que al instante se da cuenta de su atrevimiento y apura el paso.

En el jirón Cusco, cuadra siete, a doña Sofía nadie se le escapa. “Todos los que pasan por esta cuadra deben comer mi plato ‘siete colores’, es una obligación”, dice antes de atorarse a carcajadas. Es contundente, el plato y ella. Tallarín rojo, chanfainita, papa a la huancaína, mote y cebiche. “Por seis soles, qué más”, puntualiza.

Desde Chincha, José nos ofrece un plato de carapulcra con sopa seca. “Es el original”, jura. El plato, pequeño y tentador, cuesta cinco soles y se acompaña con un vaso de chicha morada. “De maíz, nada artificial, por si acaso”, advierte. Su voz retumba la esquina del jirón Huallaga con Andahuaylas. La ganancia de las ventas va hasta la ciudad del sur, en donde estudian sus hijos y adonde espera regresar a inicios de año, “porque el negocio baja”.

Desde la tradicional causa, pasando por la infaltable papita con huevo, choclo con queso, papa a la huancaína, fruta picada bañada en leche condensada, hasta el min pao. Desde el refresco de muña hasta la tizana de frutas. Bien decía Gastón Acurio: “La cocina es el resultado del maravilloso mestizaje que tenemos en Perú”.

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